viernes, 21 de marzo de 2014

[AZABACHE]

-¡Héctor, despacito que trais los zapatos mujados! ¡Ay caramba muchacho! ti vas a ir de trompa por no hacerme caso.- Le gritó su abuela desde la cocina cuando Héctor entró corriendo desde del patio.
Era claro que Héctor no entendía bien a mi abuela, o que al menos, si la entendía, no tenía el más mínimo interés en disminuir su velocidad. Lo cierto es que siguió corriendo hasta que llegó a la puerta; al llegar a la puerta se detuvo en seco. Dio media vuelta, se aseguró que su abuelita no pudiera verlo, se volvió a voltear, abrió la puerta y luego siguió corriendo, como intentando despegar.
 Héctor iba siempre riendo mientras corría, a veces balbuceaba algo, otras sólo agitaba las manos, pero siempre, siempre estaba riendo.
 Al salir de la casa Héctor se dirigió directamente al sendero que lleva al bosque. Lo hacía cada que tenía tiempo libre y su abuelita se despistaba un poco, lo cual era casi diario. Al llegar a donde empezaba el bosque se detenía en seco, cerraba los ojos y empezaba a contar. Cincuenta pasos hacia el frente, veintitrés a la derecha y trece de frente nuevamente. Contar todos esos pasos era todo un reto para Héctor, pues sólo sabía contar hasta el cinco, por lo que tenía que empezar a contar dieciséis veces y a veces se distraía tantito y tenía que detenerse a recordar en que número se había quedado. Pero hasta que no terminaba de contar los pasos no volvía a abrir los ojos para que al abrirlos se encontrara de frente y con la nariz casi pegadita a la corteza de su amigo. Le encantaba ir ahí, ese enorme árbol siempre lo recibía con las ramas abiertas y un par de raíces acomodadas de tal modo que él podía, sin ningún problema, acurrucarse en ellas y estar plenamente cómodo. Al llegar, Héctor, a manera de saludo, abrazaba el árbol. Le encantaba que, después de que fuera lo primero que vieran sus ojos y lo primero que oliera su nariz, su corteza fuera lo primero que sintieran sus cachetes, y hay que decir que Héctor tenía unos enormes cachetes, por lo que al árbol seguramente también le gustaría sentirlos apretarse contra su rugosa corteza. Luego de abrazarlo, se recostaba un rato en esas cómodas raíces que ya dije y se dedicaba a escuchar a todos los pequeños pajaritos que vivían en su amigo. A veces, Héctor le contaba que su abuelita había hecho arroz con leche, o que había comido sopa, o que su mamá llevaba a sus hermanitos a la escuela, y el árbol siempre le respondía con ese silbidito tan bonito que hacen cuando le piden al viento permiso para hablar. Después de hablar, y escuchar y escuchar y hablar y seguir escuchando, dormitaba un rato. Cuando despertaba era ya hora de regresar, así que se paraba y empezaba a correr, pero después de dar los primeros diez pasos, se daba medía vuelta y le gritaba -¡¡Adiós!!- a su amigo, sonriendo y agitando la mano. Luego volvía a correr.
Le gustaba hacer eso porque sabía que al regresar estarían los ojos negro azabache de su madre esperándolo, y los brazos peludos y esponjosos de su papá para abrazarlo.
Luego, cenaba y volvía a dormir.

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